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Risu.
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Risu.
Apodo:
Alvin Nombre:
Risu. (Acepta que le llamen ardilla en cualquier idioma o jerga.)Edad Aparente:
28Raza:
Ardilla.Fertilidad:
Estéril.C.Sexual:
Seme{D E S C R I P C I O N E S}
D. Física:
Un joven alto, de tez morena y piel tersa. Sus cabellos son color crema, cuyo corte es de un largo medio, además de mostrar un peinado de mechones desiguales, pero no por ello desgarbado, casi siempre suele tener un paño cubriendo su frente. Sus ojos poseen un iris de color ámbar oscuro, rodeado por una esclerótica negra, lo que provoca que sean la característica que más llame la atención, aunque gracias a su escasa expresividad suele mantenerlos casi siempre entrecerrados. Pese al color de su cabello, sus cejas son de un cacao más oscuro y sus pestañas se componen de abundantes hebras negras.
Siempre viste ropas tradicionales que muy a menudo dejan fácilmente a la vista hombros y cuello, le gusta poder moverse con comodidad. Es prácticamente imposible verle con ropa formal, entre otras cosas porque no soporta las corbatas, ni las pajaritas, además de que dice no gustarle lucir como un puñetero pingüino.
D. Psicológica:
No es fácil de explicar por qué, pero, se puede afirmar perfectamente que la personalidad de esta ardilla es... inusual. En un antaño, fue un ser jovial y jocoso, excesivamente travieso y bromista, además de tener un arsenal de chistes, bromas y delirios bastante extenso como para hacer reír o exasperar al más mesurado. Y también era muy escurridizo. En resumen, tenía el carácter propio de esos roedores de alargada cola, pero bien cargado de cafeína.
A día de hoy no queda nada de ese socarrón inquieto, su expresión difícilmente dista de la indiferencia y sus músculos faciales no esbozan más que las muecas propias de los sentimientos negativos: cólera, hastió, molestia, asco, desdén, indignación o decepción. Totalmente contrario al ayer en el que difícilmente se tomaba las cosas en serio y era un orgulloso guasón, a día de hoy es alguien severo, estricto y tosco en el trato, lo que sería su capacidad para tener tacto brilla por su ausencia.
No esperes ayuda de su parte, menos aún si eres del sexo masculino porque lo tienes muy jodido, uno de los mayores defectos en su personalidad es un muy marcado machismo, pero que está más enfocado hacia los hombres que a las mujeres, es decir, intenta recrear la forma de pensar más retrógrada que te puedas imaginar y... ahí tienes a esta ardilla. Cree firmemente que los hombres no lloran, que están obligados a encargarse de los trabajos pesados, a defenderse solos, a valerse por sí mismos y sin ayuda de nadie, que deben ser masculinos... Y una lista interminable de cosas. Ah, y mejor no hablemos de su opinión respecto a los andróginos, afeminados y homosexuales, es peor que un inquisidor del siglo pasado. También muestra algunos indicios de misoginia.
No entiende los chistes, no se toma bien las bromas, ni pesadas ni ligeras, y su reacción a las risas es chasquear los dientes y marcharse. En definitiva, huraño, con todas las letras, su malhumor no tiene nada que desear a un ex soldado de la segunda guerra mundial.
Historia:
¿Recuerdas cuando las promesas eran de verdad? Cuándo creías como un ingenuo todo aquello que te dijeran acompañado de un “Te lo prometo.” ¿Recuerdas? Aquellos tiempos en los que las lágrimas eran dicha y los gritos exclamaciones de alegría. ¿No querrías volver a entonces? A los días que deseabas que el hoy durara eternamente y no te decías a ti mismo “mañana será otro día”. ¿Te acuerdas? Cuándo aún sabías como sonreír. Yo tampoco.
» El antes: la felicidad. El después: la desesperación.
No hubo dolor en su expresión, era tan hermosa, tan perfecta, como aquellos ojos le contemplaban con cariño y aquellos labios se mantenían con aquella tierna curvatura llamada sonrisa. No pudo hacer nada, solo contemplar como la vida emanaba, escapándose del cuerpo ajeno en forma de un precioso elixir rojo. Él presionaba y presionaba, pero no lograba que se detuviera. Maldecía, pero su aliento tan solo se perdía en el aire. Lloraba, pero sus lágrimas se diluían en la lluvia que bañaba su rostro. Y cuando al fin, la esperanza abandonó los ojos de aquel cuerpo que, con inagotable optimismo, se esforzó hasta el final, acompañando a sus dos buenos amigos a creer, queriendo darles la certidumbre de que todo iba a estar bien, solo fue entonces, cuando, el tercero llevó una de sus manos por sobre su boca y cayó de rodillas, derrotado.
» Uno, había perdido a un fiel amigo, otro, a su razón de existir.
Sintió una mano que se ciñó a su hombro en un intento de consuelo, el solo pudo apretar los dientes y voltear el rostro con aquella expresión deshecha por el dolor y empapada por la tristeza que derramaban sus ojos. Había muerto. Aquel le abrazó, lo aferró a sí con una fuerza casi desmesurada y repitió esas mismas palabras que su yacido dueño gustaba de repetir “No llores, porque entonces, él también se pondrá triste al saber que te hizo infeliz”.
» Aquel, vida eterna. Él, existencia imperecedera.
No hubo forma de darle sepultura a aquel cuerpo, renegado por la mano de dios. La tierra, rechazó sus restos. El sol, deshizo su imagen. El viento, se lo llevó. Lo único que perduró fue su recuerdo, guarecido en sendos corazones.
» Las bestias no nacen, se hacen.
Su vida como doméstico murió con aquel que amó, pero no volvió a ninguna de las tiendas porque pudo sobrevivir gracias a la ayuda del viejo amigo de su fallecido dueño, le dio casa, comida y consuelo. Pero eso no fue suficiente para que aquel se recuperara, Alvin se fue depravando hasta convertirse en el antagonista de los ideales que su amo predicó hasta el día de su muerte. Se volvió un monstruo, un ser despreciable, un cabrón que no buscaba la felicidad de los demás, sino lo contrario, y lo necesitaba, que sufrieran, que fueran infelices, que se desesperaran. Ansiaba el odio, el aborrecimiento, el detestar de aquellos que le rodeaban. Se aprovechaba de todos ellos, era cínico, irónico, mordaz. Los usaba hasta que se cansaba, hasta extinguir su bondad, hasta acabar con ellos, hasta hacerles ver que la vida no es de color de rosa. A su vez, les enseñaba, antes de que lo hiciera la experiencia. “Les ahorro el sufrimiento” , decía. Era como la vacuna que fortalecía frente a la enfermedad, hacía de ellos en una semana lo que la vida tardaría años. Y todo porque no pudo superar una perdida, era la viva imagen de alguien estancado en el ayer, la definición gráfica de la inmadurez, del cobarde que no puede aceptar la realidad y se esfuerza en crear una nueva y falsa, aun a costa de otros. Pero no era su culpa. “Él me mintió, me hizo débil”, se excusaba, “Yo les lastimaré. Los romperé hasta que ni la más cruel de las realidades pueda destrozarles”.
» La insignificante mariposa y el impresiónate huracán.
Pero como una hoja de doble filo, tal comportamiento acabó pasándole factura a la astillada cuerda de la que buscaba sostenerse, su firmeza flaqueaba y, finalmente, su decisión vaciló. Los daños colaterales de su actuar no iban solo en una dirección. Nunca lo fueron. ¿Acaso sus hombros iban a seguir soportando el yunque que su conciencia dejó caer sobre ellos? Simplemente no tenía fuerzas. Se había perdido a sí mismo, el improvisado remedo que había hecho sobre sí comenzó a evidenciar su ineficacia. Su autoestima, su descabellada moral, sus razonamientos, principios... se caían a pedazos, estrellándose contra aquella fina capa de hielo que yacía bajo sus pies, ¿cuándo tiempo le quedaba antes de que aquella resquebrajada lámina sucumbiera ante el peso de su propia corrupción?
Comenzó a encerrarse en sí mismo, dejó de tratar a otros, se alejó de todo y de todos. Hundido en su confusión, como una matrioska sin corazón, carecía de la última muñeca maciza, había perdido su verdadero yo, su esencia, había permitido que la putrefacción se ciñera en la madera hasta disolverla en la nada. Era como estar muerto. Y no era distinto a uno. Solo hubo dos seres que permanecieron consigo hasta el final, impidiendo que los engranajes de su razón se detuvieran, forzándolos a seguir girando, lentos, chirriantes, pero móviles. El recuerdo perenne de esa persona y la fiel presencia y compañía del amigo de aquel.
Mas... había llegado a un punto en el que su ponzoña había alcanzado incluso a este último, como una hiedra que se incrustaba en el tronco de un árbol, le arrebató la esperanza que aquel intentó brindarle. Rajó la corteza y apuñaló su interior hasta dejarlo casi tan vació como el suyo propio. Como la mortífera gangrena, oscureció y arrasó hasta el mínimo atisbo de felicidad de aquel ser. E incluso así, aquella sonrisa no se borraba. Era tan o más amarga que las últimas lágrimas que él mismo había derramado tiempo atrás, y era simplemente devastador el apreciarla, como tras aquella expresión colmada de dulzura y cariño se escondía un sufrimiento inefable, ¿qué tan difícil le era al contrario esbozarla? Podía ver aquellos labios apretarse, aquellos ojos brillar con melancolía, con la mirada perdida, difusa, colmada de tristeza. Y sabía que era su culpa. “Demasiado tarde”, se repetía, rindiéndose, dejando ganar la partida a la resignación. “Demasiado tarde”.
Entonces, un día, las vio, un amasijo de mariposas negras invadiendo el hogar en el que moraba. Eran tranquilas, apenas aleteaban y permanecían la mayor parte del tiempo posadas en útiles insignificantes, pero que parecían guardar cierto significado para quien le daba cobijo. Había una sobre una pluma con punta de plata, recuerdo de su trigésimo primer aniversario, “Se la dio él.”, se dijo. Otra, sobre una deforme taza de barro, mal pintada de color verde, “Un regalo de uno de los Pets a los que acogió.”, se levantó, para acercarse, espantando a la mariposa en lo que le daba la vuelta para mirar la dedicatoria grabada en la base, “...realmente solo guarecías imbéciles, ¿cuántos años mentales tenía? ¿cinco?” La dejó en su sitio, antes de sentir como un par se posaban sobre uno de sus hombros, su única reacción fue apresarlas con las manos y aplastarlas. Se redujeron a cenizas. Pero de pronto, algo llamó su atención, una de las tantas allí presentes, se encontraba posada sobre un escritorio, mecía suavemente sus alas, inmóvil, como embelesada sobre la pequeña superficie de plástico sobre la que reposaba. Una fotografía. Con paso lento y pausado se dirigió hasta allí, apenas inclinándose para observar por encima aquella imagen.
Esa sonrisa...
Su mano se movió de forma involuntaria para tomar aquel recuerdo entre sus dedos, la alzó, sosteniéndola por uno de los vértices y la acercó a su rostro para verla mejor. Algo. Humedeció sus labios antes de morderlos con suavidad, mientras, su otra extremidad se dirigió a su cuello, a su nuca y rozó allí con las yemas de sus dedos. De nuevo. Se removía en su interior. Sus ojos, que habían comenzado a vidriarse, desviaron la pupila a un lado en una corta exhalación, un amago de sollozo adecuadamente reprimido. No. Ahí estaba, él, la reencarnación de la inclemencia cediendo ante una mísera imagen. “Patético .”, pensó mientras aquella mano que acariciaba su propia piel se dirigió a su boca, queriendo esconder de alguna manera los gestos de su rostro. Negó con la cabeza y, cuando estuvo a punto de dejar aquello nuevamente sobre el escritorio, pudo contemplar como la mariposa a la que se lo había arrebatado acababa yaciendo sobre la superficie, antes de deshacerse en una pequeña mancha de polvo gris.
Fue instintivo, salió de allí, casi corriendo, para irrumpir en la habitación de quien era su fuente de manutención. “¡LIS!”, golpeó la puerta contra la pared contigua al arremeter con tanta fuerza al adentrarse, corriendo hacia el ser que se encontraba tirado en el suelo. “¡Maldita sea! ¡Imbécil, ¿por qué no dijiste nada?!”. Una ducha de realidad, esa idea parpadeó en su conciencia en los instantes previos. Las jodidas mariposas. Tomó aquel frágil cuerpo entre sus brazos, aferrándolo con fuerza, pero a la vez, ternura y cuidado. Besó sus mejillas, su frente y acarició su rostro con el propio, cosquilleando el tacto con sus cabellos. “Estoy aquí. Ey. Mírame. Estoy aquí, contigo. ¿Me ves?”, su voz apenas era un dulce susurro. Siseó largamente, con suavidad, queriendo calmar los temblores del joven sollozante en sus brazos. Estaba helado. Lo alzó para transportarlo hasta el salón, donde tomó lugar en el sofá, reposando aquel en su regazo. Lo mantuvo rodeado, mientras continuaba brindándole cariños y agradables palabras. Allí permaneció por horas, hasta la mañana siguiente, mientras, aquel debilitado ser, placía en aquel abrazo, buscando acurrucarse, ansiando el calor ajeno.
No pudo pegar ojo en toda la noche, admirando aquella placida expresión que, de vez en cuando, se removía esbozando una ligera mueca de incomodidad, seguida de un vago quejido. Primero no supo por qué, pero en el transcurso de la madrugada, no tardó en percibir, no solo algunas partes adoloridas en los músculos contrarios, que de poder quitarle la ropa comprobaría que estaban cubiertos por cardenales, sino también por la humedad con tintes azulados que empezó a filtrarse a través de la tela en las prendas contrarias. Estaba sangrando. Pero pese a eso, no se atrevió a despertarlo, a moverlo para despertarlo, quería dejarlo descansar. Era consciente de la copiosidad de las hemorragias ajenas, pero también era conocedor de la fuerte capacidad de producción de sangre que tenía aquel, así pues, seguro de que aquel sangrado no iba a provocarle secuelas, lo dejó estar, un par de manchas en la ropa le eran indiferentes.
Hacía demasiado tiempo que no se dejaba vencer así por la piedad, que no dedicaba un trato tan cándido a nadie, y se sentía bien, demasiado bien. Mantuvo aquellos arrullos hasta que el ente que se recomponía en sus brazos abrió los ojos. Inmediatamente aquella faz se vio deformada por el dolor y pudo ver como se mordía los labios para omitir algunos quejidos mientras se aferraba a él. Se removió, buscando colocar sus brazos de forma que no le hicieran daño al mayor. Sintió deseos de reír por la incredulidad ajena ante sus propias acciones, recibiendo expresiones que iban desde la mera extrañeza hasta leves lapsos de temor, pero su propia expresión se mantuvo impertérrita, incluso algo severa, hecho que contrastaba con la docilidad que brindaba al Ent.
Tras algunos minutos de silencio, nuestro protagonista comenzó a interrogar a su interlocutor, se había mostrado demasiado ajeno a él como para poder saber o siquiera intuir que había pasado, la existencia de aquel que ahora sostenía se había vuelto completamente desconocida a excepción de aquellas sonrisas vacías que el rubio le proporcionaba cuando se topaban en la casa.
Tuvo que insistir, incluso le coaccionó un poco, no dudando en utilizar palabras crueles, reproches y algunas falacias con tal de que este desembuchara. Finalmente, su tierno conocido acabó confesando. Prefiero reservarme dichas declaraciones, pero al menos puedo informaros de que el transcurso de aquel interrogatorio fue bastante caldeado. Los gritos, insultos y maldiciones de la ardilla no se hicieron esperar, mientras su compañero se limitaba a explicarse e intentar disculparse por algo que no era su culpa, aunque ese hecho, a ojos del moreno, era contradicho. Es más, de no ser por las propias limitaciones de los de su clase, él mismo hubiera cumplido sus amenazas de repetir las agresiones de los verdugos que dejaron en aquella condición al otro, ya que, en su cerrada mente, creía que aquel era responsable de lo que había ocurrido. Por desgracia, el roedor tenía una forma de pensar bastante retrógrada.
Lo que iba a ser un cambio para bien, se trastocó, quedando limitado al más o menos. Si tan solo la situación hubiera sido otra. Aquello no solo afectó a Alvin, también marcó profundamente al otro, como si le acabaran de arrancar los últimos pétalos de ingenuidad. Al fin, había logrado lo que su él hubiera declarado como su mayor triunfo, su depravación caló en uno de los seres más puros y benevolentes que podría haber encontrado, de tal forma que aquel inepto confianzudo y estúpido, fue lucrado con el don de la desconfianza.
Tras aquello, decidió irse de aquella casa, culpando siempre a su alicaído anfitrión, quien prácticamente le suplicaba porque se quedara, pero era constantemente humillado por palabras tales como: “...si te hubieras comportado como un hombre de verdad ahora no me resultarías tan repugnante.”, “¿Pretendes que me crea que no pudiste defenderte? Deja de mentirte a ti mismo y admite de una jodida vez que te dejaste como una vil puta.”.
» Uno dijo adiós, otro, solo hasta luego.
Abandonó aquel lugar casi dos semanas después de lo ocurrido. Pero, incluso tras esto, aquel que le acogió prometió que aquella siempre sería su casa, y que podía volver cuando quisiera. Él en cambio, juró no volver a pisar aquella casa y le espetó que se arrepentía de haber compartido parte de su existencia con alguien tan repugnante.
» Intrascendencia.
El resto de su vida no fue precaria, ni desgraciada, ni mucho menos pasó por penurias. Realmente jamás pagó las consecuencias de sus actos. Tampoco tuvo muchos problemas con cazadores, la verdad es que todo lo que vivió a partir de entonces fue bastante normalito. Consiguió un trabajo en un templo, encargándose de la limpieza y mantenimiento del mismo, razón por la cual viste un estilo de ropa bastante curioso, aunque suele mantenerse alejado de los visitantes, que no ven con buenos ojos su tez morena y esclerótica negra.
{E X T R A S}
Gustos:
Los frutos secos en general, sobre todo si tienen cascaras duras.
El bricolaje.
Los agentes del orden.
Las cosas extremadamente dulces, así como postres fríos y el cacao.
Le gusta el campo y todo lo relacionado con la naturaleza.
Subirse a las copas de los árboles, inclusive dormir en las ramas.
Disgustos:
No le agrada demasiado la ciudad, ni los coches, ni nada relacionado con esta, dice que son muy ruidosas.
Odia que le lleven la contraria y defiende sus ideologías de forma poco respetuosa.
Las cosas amargas,
Los atomizadores/pulverizadores/flish-flishs.
Los grandes depredadores en general.
Los banqueros
No le gusta la gente de color.
Campo Obligatorio
♂Físico
Nombre del Anime/Manga/Videojuego del que procede:
Ken ga KimiNombre real:
KaiImagen:
- Spoiler:
Risu
Roedores
Re: Risu.
Ficha aceptada
No se te olvide realizar los registros correspondientes y las cumplir con las tres leyes.
Marek Lundgren
Amos
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